El brujo recibió las gavillas multicolores (rubias, morenas, castañas y pelirrojas) de pelos con satisfacción. Y con sumo cuidado las dispuso cuidadosamente sobre la mesa en una alineación paralela. Se quedó un momento mirando absorto los pelos allí expuestos y no dijo nada. Luego se dirigió al profesor y le dijo: “Ya está, todo lo demás corre de mi cuenta… puede usted irse tranquilo, dentro de unos días comenzará a notar los resultados”. Y el profesor se fue.
Las clases continuaban siendo terribles. Nada había cambiado. Y el profesor empezó a impacientarse.
Todo seguía igual si no fuera porque en la calvicie que dominaba la testa del desolado profesor comenzaron, al cabo de una semana, a asomar una serie de tiernos brotes de pelos en rala disposición. Él se lo miró con sorpresa. Y no le dio importancia. Pero aquello no era normal. Los pelos crecían a una velocidad endiablada. Uno en el centro, otro en la zona parietal, otro más en la nuca, y otro más en la frente. Pero lo más llamativo resultó ser que cada pelo era de un color. Y entonces cayó en la cuenta. ¡Cuatro pelos! Y del mismo color que cada uno de los cuatro manojillos de pelos que él le arrancó a sus ¡cuatro alumnos!
El profesor, delante del espejo de su casa, se arrancó con rabia los cuatro pelos impertinentes que brotaban en su yermo y reluciente cuero cabelludo. Se fue a dormir malhumorado y tuvo un sueño inquieto y bastante lúcido. Soñó que el brujo, tocado con una exuberante melena rubia que le llegaba hasta la cintura, bailaba en su clase, mientras él, molesto por su intromisión, pero resignado, intentaba explicar el tema a sus alumnos, pero no le salía la voz, su garganta se había vuelto blanda y torpe, y no podía articular palabra. Y él miraba con desespero al brujo bailarín para que le ayudara, pero el brujo se reía de él con la boca abierta de par en par. Una boca de donde iban cayendo sus dientes uno a uno hasta dejar el suelo del aula lleno de dientes. El profesor intentó inútilmente gritar buscando ayuda, pero sus alumnos permanecían quietos y risueños en sus pupitres mirándole fijamente mientras se arrancaban los pelos de sus cabezas y los iban tirando al aire. Entonces cuatro alumnos se levantaron con parsimonia, pero con decisión, de sus asientos y, sin perder la sonrisa y sin dejar de mirarle, se dirigieron hacia él. El brujo siguió riéndose y bailando alrededor del profesor como si tal cosa. Y entonces, ante el estupor del profesor, los cuatro alumnos se abalanzaron sobre él y uno de ellos, no sabría decir cuál, le clavó un cuchillo en el vientre.
Cuando sonó el despertador, el profesor se despertó con un fuerte dolor en el vientre. Un dolor que desapareció a los pocos minutos y que enseguida supo darle explicación. Fue ese terrible sueño…
Cuando fue al lavabo, descubrió con turbación que los cuatro pelos asomaban otra vez en su calva cabeza. Estaba atrapado en no sabía qué. Pero estaba atrapado. Y no sabía qué hacer. Llamó al instituto y dijo que se encontraba mal, que no podía ir a clase. Y entonces se sentó en el sofá y se puso a pensar. Y mientras pensaba en cosas extravagantes y sin sentido, los pelos iban creciendo más y más. Se palpó la cabeza. Los pelos ya habían crecido casi un dedo. Fue rápidamente al lavabo y se los arrancó. Otra vez vuelta a empezar. Aquello no podía continuar así. ¿Ir al médico? Tal vez. No, no, eso no era cosa de médicos. No lo pensó dos veces, se arregló, se puso una gorra, cogió el coche y se fue a casa del brujo. Pero el brujo no estaba. En la puerta de su casa había un letrero escueto y lapidario: “Cerrado por defunción del dueño”. El profesor no daba crédito a lo que estaba pasando. De pronto, un sudor frío se apoderó de él. Allí delante de la puerta de la casa del brujo sintió que se mareaba. Pero fue un mareo pasajero. Se rehizo, y confundido y contrariado se fue de allí. ¿Qué estaba pasando…?
A medio día recibí una llamada en mi móvil. Era él. Y me lo contó todo con pelos y señales, y con lágrimas en los ojos. Yo no supe qué aconsejarle. Solo me salió decirle que se tranquilizara y que a la tarde iría a su casa y que hablaríamos del asunto. Y así quedamos.
Las clases continuaban siendo terribles. Nada había cambiado. Y el profesor empezó a impacientarse.
Todo seguía igual si no fuera porque en la calvicie que dominaba la testa del desolado profesor comenzaron, al cabo de una semana, a asomar una serie de tiernos brotes de pelos en rala disposición. Él se lo miró con sorpresa. Y no le dio importancia. Pero aquello no era normal. Los pelos crecían a una velocidad endiablada. Uno en el centro, otro en la zona parietal, otro más en la nuca, y otro más en la frente. Pero lo más llamativo resultó ser que cada pelo era de un color. Y entonces cayó en la cuenta. ¡Cuatro pelos! Y del mismo color que cada uno de los cuatro manojillos de pelos que él le arrancó a sus ¡cuatro alumnos!
El profesor, delante del espejo de su casa, se arrancó con rabia los cuatro pelos impertinentes que brotaban en su yermo y reluciente cuero cabelludo. Se fue a dormir malhumorado y tuvo un sueño inquieto y bastante lúcido. Soñó que el brujo, tocado con una exuberante melena rubia que le llegaba hasta la cintura, bailaba en su clase, mientras él, molesto por su intromisión, pero resignado, intentaba explicar el tema a sus alumnos, pero no le salía la voz, su garganta se había vuelto blanda y torpe, y no podía articular palabra. Y él miraba con desespero al brujo bailarín para que le ayudara, pero el brujo se reía de él con la boca abierta de par en par. Una boca de donde iban cayendo sus dientes uno a uno hasta dejar el suelo del aula lleno de dientes. El profesor intentó inútilmente gritar buscando ayuda, pero sus alumnos permanecían quietos y risueños en sus pupitres mirándole fijamente mientras se arrancaban los pelos de sus cabezas y los iban tirando al aire. Entonces cuatro alumnos se levantaron con parsimonia, pero con decisión, de sus asientos y, sin perder la sonrisa y sin dejar de mirarle, se dirigieron hacia él. El brujo siguió riéndose y bailando alrededor del profesor como si tal cosa. Y entonces, ante el estupor del profesor, los cuatro alumnos se abalanzaron sobre él y uno de ellos, no sabría decir cuál, le clavó un cuchillo en el vientre.
Cuando sonó el despertador, el profesor se despertó con un fuerte dolor en el vientre. Un dolor que desapareció a los pocos minutos y que enseguida supo darle explicación. Fue ese terrible sueño…
Cuando fue al lavabo, descubrió con turbación que los cuatro pelos asomaban otra vez en su calva cabeza. Estaba atrapado en no sabía qué. Pero estaba atrapado. Y no sabía qué hacer. Llamó al instituto y dijo que se encontraba mal, que no podía ir a clase. Y entonces se sentó en el sofá y se puso a pensar. Y mientras pensaba en cosas extravagantes y sin sentido, los pelos iban creciendo más y más. Se palpó la cabeza. Los pelos ya habían crecido casi un dedo. Fue rápidamente al lavabo y se los arrancó. Otra vez vuelta a empezar. Aquello no podía continuar así. ¿Ir al médico? Tal vez. No, no, eso no era cosa de médicos. No lo pensó dos veces, se arregló, se puso una gorra, cogió el coche y se fue a casa del brujo. Pero el brujo no estaba. En la puerta de su casa había un letrero escueto y lapidario: “Cerrado por defunción del dueño”. El profesor no daba crédito a lo que estaba pasando. De pronto, un sudor frío se apoderó de él. Allí delante de la puerta de la casa del brujo sintió que se mareaba. Pero fue un mareo pasajero. Se rehizo, y confundido y contrariado se fue de allí. ¿Qué estaba pasando…?
A medio día recibí una llamada en mi móvil. Era él. Y me lo contó todo con pelos y señales, y con lágrimas en los ojos. Yo no supe qué aconsejarle. Solo me salió decirle que se tranquilizara y que a la tarde iría a su casa y que hablaríamos del asunto. Y así quedamos.
Por la tarde llegué a su casa y me recibió con una gorra encasquetada en su calva cabeza. Se la quitó y pude ver los cuatro luengos pelos multicolores que salían de su cabeza. Sentí horror. Había que obrar rápido. Y así hicimos.
La mejor de todas las opciones fue que se pusiera una peluca. Una peluca que fuera discreta y eficaz.
Encontramos una en una tienda cerca de su casa y se la puso. No parecía el mismo. Yo casi no pude aguantar la risa al verle. Pero estaba hasta más joven. La verdad. Y sacando fuerzas de flaqueza, al día siguiente se presentó en el instituto con la peluca. Causó sensación, y, también provocó risas y bromas, algunas de dudoso gusto, entre profesores y alumnos.
Pero enseguida la gente se fue acostumbrando al nuevo look de mi compañero y la vida siguió igual. Igual de mal para él, porque sus alumnos cada día se portaban peor.
Pero el curso acabó. Y vinieron las vacaciones. Y un día se presentó en mi casa sin peluca, con su calvicie ondeando libre y clara al aire estival de julio. Y, triunfante, me dijo que se había curado, que ya no le salían aquellos insolentes pelos, que todo había pasado, y que jamás, jamás volvería a acudir a un brujo para resolver los problemas de los alumnos.
La mejor de todas las opciones fue que se pusiera una peluca. Una peluca que fuera discreta y eficaz.
Encontramos una en una tienda cerca de su casa y se la puso. No parecía el mismo. Yo casi no pude aguantar la risa al verle. Pero estaba hasta más joven. La verdad. Y sacando fuerzas de flaqueza, al día siguiente se presentó en el instituto con la peluca. Causó sensación, y, también provocó risas y bromas, algunas de dudoso gusto, entre profesores y alumnos.
Pero enseguida la gente se fue acostumbrando al nuevo look de mi compañero y la vida siguió igual. Igual de mal para él, porque sus alumnos cada día se portaban peor.
Pero el curso acabó. Y vinieron las vacaciones. Y un día se presentó en mi casa sin peluca, con su calvicie ondeando libre y clara al aire estival de julio. Y, triunfante, me dijo que se había curado, que ya no le salían aquellos insolentes pelos, que todo había pasado, y que jamás, jamás volvería a acudir a un brujo para resolver los problemas de los alumnos.