Yo
creo que todos hemos tenido alguna vez una cajita donde íbamos
metiendo retales de nuestra vida. Yo tuve una. Tenía ocho años, y
la conservé durante unos años. Esas cajitas suelen ser breves y
modestas. La mía era de cartón. Tenía una tapa abatible y
funcional. Era de color verde. Y suave al tacto. Tiempo atrás había
sido una caja de zapatos. Pero ahora era la guardiana de mis pequeñas
cosas.
Allí dentro de la cajita de cartón había cosas que merecían mi respeto y admiración.
De vez en cuando cogía la cajita y la abría. Miraba lo que había dentro. Sacaba algunas cosas. Las acariciaba, las observaba. Se las enseñaba a mis amigos, y luego, con ritual cuidado, las volvía a meter en el interior de la caja.
Allí había cosas realmente valiosas. Algunas ni si quiera sabía cómo habían llegado hasta allí. Lo más valioso era un fragmento del tamaño de una avellana de un mineral metálico tallado en irregulares caras que tiempo después descubrí que se trataba de pirita de hierro. Era mi tesoro. La estrella de mi colección. Mis amigos, cuando lo tocaban, y observaban su extraño brillo, me envidiaban en silencio. También había una porcelana de color marrón. La porcelana es un caracol marino que tiene un caparazón suave y brillante como de porcelana. Mi porcelana la había pescado mi padre tiempo atrás. Se la regaló a mi madre. Pero ahora era mía. También tenía un fajo de cromos de los Beatles en blanco y negro atados con una gomita. Y algunas cosas más…
La cajita se fue haciendo vieja, como se hacen viejos los recuerdos… Y un día desapareció la porcelana… otro día no supe de los cromos… el precioso metal de hierro perdió mi cuidado y no lo volví a ver. Y un día, como quien no hace la cosa, me dio por pensar en la cajita. Y fui a mirar debajo del armario. La cajita ya no estaba allí. ¡Claro! ¡después de tanto tiempo! La culpa fue mía por perder su cuidado. Pero bien pensado, tras los años los intereses cambian. Y mis pequeñas cosas se habían transformado en inmortales recuerdos. Y fui feliz.